Papiroflexia
Hervás, a 4 de julio de 2022
Rosa Sánchez de la Vega. Periodista y escritora
Nunca se le dio bien la asignatura de trabajos manuales. Con su gran imaginación, podía sentir cosas a través de los objetos, las personas, el entorno. Sin embargo, en ese trayecto inmediato, casi al unísono con las manos, en ese pequeño viaje imaginario de su cerebro a sus dedos se perdía la mitad de lo que quería transmitir.
La papiroflexia se le antojaba tarea difícil tan pronto había seguido los primeros pasos, las primeras dobleces. Era como si por arte de magia el experto en manejar el papel hiciera aparecer una palomita, una rana, un barco… se frustraba en la admiración de quien era capaz de conseguirlo. Y se sentía derrotada abandonando su interés, no su empeño, pues de ser así lo habría conseguido.
Tenía una comunicación constante con su cabeza… sí; se hablaba y se escuchaba sin rozar ni acariciar la insania. Simplemente necesitaba oírlo.
En esa frustración del manejo con el papel, hubo una cosa que consiguió hacer y que, como en todo cuando repites una y otra vez, no prestas atención al logro, porque a fin de cuentas no era tan difícil. Además, el «flexicubo» tenía un añadido. Había que colorear cada triángulo, sin que los respectivos tintes tuvieran un significado asociado. La figura era, además, un juego en el que primero se decía un número al azar, que marcaba las veces que lo abrías y cerrabas y después elegir uno de los colores que quedaban al descubierto. Detrás había una palabra, una frase que casi siempre te hacía sentir bien. Aunque a veces había sorpresas.
Con el paso de los años aquella habilidad para hacer un solo objeto de papiroflexia le sirvió para llenar los vacíos, y emplear la vista ante la necesidad de mirar a quién tenía en frente. Era una forma de evadirse. Una servilleta de papel servía para moldear aquella figura geométrica ahora perfecta, sin colorear, sin número y sin palabra. No era necesario. Los sentimientos estaban escritos en palabras invisibles.
Al final de la comida el cubo se convertía en una bola de papel que dejaba sobre la mesa.
No tenía necesidad de guardar su obra, su logro, para demostrar al mundo que lo había conseguido y que ya nadie podría llamarla torpe, inútil, patosa, tonta; cada insulto retumbaba en su cabeza una y otra vez como el bucle de un doloroso aprendizaje.
Mesas de tablero y patas de aluminio ocupan la sala del comedor donde algunos se sientan a comer sobre frías y duras sillas. Otros las llevan con ruedas, adheridas a su cuerpo.
La mano derecha sujeta una cuchara cuyo contenido peligra en derramarse en el corto recorrido del plato a la boca. A modo de babero cuelga de su cuello, sujeta a dos pinzas, una servilleta de papel que protege la ropa limpia de hace unos cuantos días.
De nuevo tiene la visita de un recuerdo, voces que la agreden, miradas de burla, pinturas, papeles, palomitas, aviones, barcos, ranas… la mano izquierda obedece a un tirón fuerte. Las pinzas saltan desconcertadas, el cuello se queja en forma de enrojecimiento. Un cubo de papel muere arrugado en su puño. Las palabras han dejado de oírse.